El tema del ser, de la realidad y la apariencia, parece demasiado abstracto y alejado de los intereses cotidianos. Es el tema filosófico por excelencia, pero también el que ocasiona que la filosofía se considere un conjunto de adquisiciones inútiles y alejados de los intereses vitales y cotidianos. Sin embargo, el que el ser humano se haya planteado cómo son las cosas en realidad, frente a su apariencia, es algo de vital trascendencia para su adaptación al mundo. Es más: es la raíz de esa adaptación, abarcando todo el ámbito de la ciencia y la tecnología. Comencemos por lo más simple: abstrayendo lo común y creando conceptos, el hombre del paleolítico puede reconocer un animal o un fruto como comestible, peligroso, venenoso… aunque sea la primera vez que lo vea, porque ha conocido otros con apariencia similar y le asigna así las cualidades que aún no ha percibido en él. Si ve un león, por ejemplo, sabe que tiene que huir, porque puede devorarle. Sabe que el sol que nace y muere en un día es el mismo que aparece el día siguiente, y sabe que volverá a hacerlo. Va aprendiendo que todos los años habrá primavera y verano, otoño e invierno; que la caza se comportará de un modo similar, que volverá a migrar; que si una semilla se plantó en otoño y creció en primavera otras semillas se comportarán igual…Va aprendiendo que las cosas similares (de las que ya tiene conceptos) se comportan de modo similar, que la naturaleza posee una regularidad. Va así descubriendo sus leyes, desarrollando la ciencia, que le permitirá transformar esa naturaleza. Aprende que la materia (concepto ya bastante abstracto) es materia y puede especular sobre su comportamiento en otras partes del universo. Aprende que la distancia que aparentan las estrellas, incluso su luz, puede no ser “real”. Distinguir entre apariencia y realidad le posibilita desarrollar una ciencia y conocerse a sí mismo como ser que se abre al mundo con sus sentidos tanto como con su razón.
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